De regalos anónimos
Por motivaciones íntimas que no vienen al caso hace cierto tiempo que decidí que podría ser muy interesante hacerle un regalo anónimo a una de mis vecinas. Y este fin de semana me pareció que había llegado el momento de transformar mi ocurrencia en realidad. Creo que he conseguido un nivel de depravación sexual óptimo que me permite entrar en un sex shop con toda la naturalidad de un ciudadano normal. Así que este viernes se me ocurrió que podría ser el indicado para comprar a mi vecina el dichoso consolador o vibrador.
El ambiente, tal como me esperaba, era muy distendido y normal. Salvo, quizás, algún señor calvo con gafas de sol que daba algunos paseos demasiado ociosos y extraños por el pasillo de las cabinas de películas porno y alrededor de las estanterías de juguetes, sin fijarse o siquiera simular que reparaba un poco en los artículos. Aquel señor buscaba algo, no cabía duda, y no parecía que los dueños de la tienda lo hubiesen pedido al distribuidor. Un agobio de hombre, en fin, y sobre todo cuando no estaba nada claro si jugaba a pares o nones el buen señor. Pero todo lo demás parecía el público convencional de un museo de ciencias o pintura, parejas jóvenes, menos jóvenes, damas y caballeros de todo pelaje y condición... Salvo quizás por la presencia de algún ejemplar de horterilla de discoteca o de mesón y alguna llamativa reincidencia de menores sudamericanos cuya causa me expliqué porque no debían estar muy duchos en Internet.
En fin, después de casi una hora deliberando sobre cuál podría ser el vibrador más adecuado elegí uno muy hermoso y transparente y de tono rosado y talla 6 en un material ni muy duro ni muy blando que parecía moldeado por el mismísimo Da Vinci O Miguel Ängel. Tanto me gustó que estuve muy tentado de comprarme otro igual para la cómoda de mi jol. Porque además tenía una gran ventosa muy práctica debajo del apartado testicular, lo cual que había muchas posibilidades por otra parte de que no pudiera tirármelo al suelo tampoco el cachorro de gato que anda trasteando por la casa sin parar, a no ser para comer o dormir. Pero luego medité y no creí muy prudente colocar el vibrador en la cómoda del jol porque si por un casual mi vecina pudiese vérmelo un día podría pensar que era demasiada casualidad.
Con mi juguete bajo el brazó salí a la calle Montera y no tarde en elegir de forma muy discreta a una de aquellas prostitutas tan jóvenes que medoreaban por el lugar. Empecé por preguntarle cuánto tiempo me dejaría probar con ella mi vibrador sin estrenar, que cuánto tiempo duraba de media sus servicios, vaya, que aunque no había leído aun las instrucciones, daba por hecho que el vibrador no eyaculaba nunca y tampoco quería abusar del tiempo y la paciencia de nadie. Pero la chica era originaria del Este y no acababa de entender muy bien lo que le decía y eso que abrí la bolsa de la tienda y le enseñé en su caja de plástico transparente el hermoso vibrador en cuestión. No tardó mucho en dejar de sonreirme y se puso a contemplarme con cierta rareza y algún esporádico desdén a la bragueta de mi pantalón. Al final decidió pedir consejo a algunas de sus compañeras que vinieron muy interesadas hacia nosotros a ayudar y en apenas medio minuto se pusieron a deliberar sobre el asunto con mucha pasión, interrumpiéndose sólo para observarme de arriba abajo, por lo común con el rabillo del ojo y de medio lado. Aunque aquel idioma eslavo me resultaba muy dulce y hasta cantarín por momentos empecé a sentirme bastante incómodo con la situación. Sobre todo porque no paraban de acercarse más y más prostitutas desocupadas a informarse sobre el caso y debatir y muchos turistas y peatones en general habían empezado también a pararse por aquí y por allá alrededor nuestro para observar todo aquel guirigay que iba a más con mucha curiosidad. Áunque yo no entendía ni papa de lo que decían aquellas chicas era evidente que el servicio que yo había solicitado había desatado un debate entre ellas muy intenso y apasionado. Tanto que incluso empezaron a surgir fuertes discusiones que por momentos hacían temer que se produjera una pelea o situación violenta descontrolada. De suerte que varios policías de la comisaría cercana empezaron también por preocuparse y estar al tanto de la situación, hasta que la cantidad de gente acumulada alrededor nuestro era tan grande les hizo indispensable intervenir. Yo aproveché el interés de los policías para ponerles en antecedentes y pedirles ayuda para ver si de una vez podía yo irme con la chica a probar mi vibrador. Los policías colaboraron conmigo de forma muy eficiente y no tardaron más de medio minuto en convencer a todas las prostitutas allí reunidas de que disolvieran y fueran a sus quehaceres y que la interesada se encaminase al hostal cercano conmigo a hacer su servicio, aunque ésta no se mostró en ningún momento muy animada sobre el asunto si no le acompañaba alguna pequeña comitiva de compañeras. Yo consentí aunque estaba algo preocupado por si en esas condiciones me podría concentrar bien.
Una vez en el cuarto del hostal todos (las chicas eran cinco o seis) me dispuse a ponerle el preservativo al vibrador como es lógico, porque yo no iba a regalarle a mi vecina un vibrador que no estuviera en óptimas condiciones higiénicas y de salubridad. Se armó otro pequeño revuelo entre la interesada y las testigos, pero con una buena dosis de paciencia y aun más gestos y exhotaciones por mi parte conseguí hacerlas entrar en razón sobre la conveniencia y normalidad de mi iniciativa. Y al cabo de unos cinco minutos de pruebas con el electrodoméstico di la experiencia por muy positiva y superada y ese mismo día por la tarde le mandé mi hermoso regalo a mi vecina por paquete exprés. He conseguido coincidir con ella un par de veces en el ascensor y hemos tenido en ambas ocasiones una breve conversación intranscendente y trivial. A mí me han parecido un poco más largas y distendidas de lo acostumbrado, pero tampoco descartaría del todo que fuese un efecto psicológico mío nada más. Me siento feliz. Estoy ilusionado. Y lo que me resulta más conmovedor y bonito de todo es que en ningún momento ha albergado ninguna sospecha sobre mí como el autor del regalo. Aunque confieso que por algunos instantes me ha parecido, por cierta deferencia muy resuelta y dulce que he creído percibirle hacia mí, que su inconsciente ya se ha enterado. Seguiré muy atento a las derivaciones del asunto. Esto no acaba más que empezar.
Ernesto de Ja ja janover Roll Over Katoven (para ustedes simplemente Lonely Flipidor.)